La
mirada distante, levemente mortífera, que rueda desde la ventana del bus es
siempre la misma, desde hace semanas. A veces ni siquiera es mirar, sino
plantar la vista en lo tácito del concreto, de la vía rocosa, llenísima de tráfico
en veloces recorridos; estos ojos no circulan tan rápido, por lo menos no todo
el tiempo, por lo menos no desde hace un tanto.
La
moralidad sentimental de estos días no ha sido tarea fácil, el país sucumbido
en un eterno hoyo: horno de sangre, balas, sudor, gases, oprobio (como leí hace
poco), ha significado una descomunal descarga de sentidos en la mesa de
trabajo, de estudios, de vida propia, e impropia también; el colectivo se junta
en modo de conversatorio y entona el mismo canto, el mismísimo canto y éste acaba
por sorprenderme cada vez.
De
algún modo la mirada acaba por ser un fantasma que camina con la gente, que
camina conmigo. Ha trasmutado en un vacío que no termino de entender, que no
encaja, que está anclado al olivo de mis ojos y se desvanece al subir la cara,
al enfrentar la delantera: aquella pared de austeridad que no termina de perseguirme, esa que es de vidrio fino y que en cualquier momento estalla
¡bum! Y el suelo será cristal de llanto.
Las
personas, ante el atrevido pensamiento de mis palabras, siempre han sido una
fuente de inspiración fortuita, regalo divino que he aprendido a enlazar a mí, así
sea a la distancia. Los que hablan al ras del asiento sobre sus fortunas,
hallazgos, miserias, dolores, profundizan la existencia de ellos mismo, y
ciertamente, la mía también. Y aquellos que no hablan, que son de hojas
pubertas de árbol, que caen sin saberlo, moran la realidad con colores infinitamente
bonitos, desconocidos, impronunciables. Borges decía, en uno de sus tantos
poemas, sobre el silencio, algo como: “Cuando
quieras hablar quédate mudo, que un silencio sin fin sea tu escudo”. Y lo
es, es su escudo, y es mi arma, el bastión, el sonido perfecto. Es aquello
intangible que se escucha a la distancia, que pronuncia sin decir, que cuenta
sin hablar.
Pero
a veces aquello va creciendo en desarraigo (de mi parte), no todos los momentos
son dignos, no todas las veces estoy dispuesta, a veces la soledad me tropieza
y me quedo muda; ahora soy yo en silente lúgubre, en sin sonido, en sin nada. En
reiteradas ocasiones soy ciega al circo de historias que enlazan el ruedo de la
vida, mi vida, porque en reiteradas ocasiones el hoyo, aquel que ahora es país,
perfora mi piso y caigo entera, sin paracaídas, sin primeros auxilios: soy yo
con yo, y el existencialismo.
No
he sabido escribir estas últimas semanas, es como si no supiera leer tampoco, es
como si todo careciera de sentido, de razón, de propósito, de colores, olores,
sabores, sensaciones, palabras. No existen verbos, los adjetivos se fuman el
hoy, pero no me los fumo yo, y eso es una pena: el papel es la nicotina, el
fuego, el humo, y no pasan por mi boca que son estas manos, se me pierden, me
pierdo yo misma.
La
lluvia, en la contemporaneidad, y básicamente siempre, ha servido de grifo
depurador para sepultar todos mis demonios en la tierra fértil de los campos,
es una especie de marea que limpia todísimo, y me vuelve nube: pálida, pura,
siempre a tope. Y hoy, después de un tiempo, la lluvia me mostró, en el camino,
en el bus, en aquella ventana perpetua en gotas, que sigo siendo de ella, y que
no me defrauda, que me habla y la escucho, que le hablo y me escucha. Hoy la
lluvia me mostró la choza al filo de una montaña, que bien quisiera yo volar
hasta ella, que bien quisiera yo saber cómo estuvo ahí y yo nunca la vi, como
la perdí tantas veces en las que yo quería encontrarla.
Aquel
hogar de yerba, que en la punta de la montaña yace, fue el palacio menesteroso
de la mañana, que me absorbió cada atisbo de imaginación que tenía para aquella
hora (tan temprana, cabe decir), que me hizo plebeya de sus maderas, vasalla de su espacio y distancia: seguramente
vivir allá arriba es cosa de cuentos, de historias que hasta ahora no sabía existían.
Seguramente allá arriba hay un reino, una majestad que viste de pasto y huele a
naranjas. Niños que ríen sin miedo, y que saben trepar los árboles, bajar los
senderos, y flotar en los ríos.
Allá,
encima de la duna de grama, seguramente comen en madera, con los dedos mozos, con
la boca llena. Danzan el sol, los insectos, los árboles que paren amarillas
ramas; celebran las pecas de la luna y las cuentan, una y mil, y ahora lloran,
porque son vidas que no alcanzan, porque no llegan. Porque los entendería, yo
tampoco llego a la choza, a sus rituales, a sus gentes, bordadas en cabelleras
azabaches y pieles bolladas.
Aquella
trenza de hojarasca, ha de ser el escape que busco, el lugar donde mis deseos
de trepar y arrodillar mi cuerpo en la inmensidad de su estructura franca, se harán
realidad. La gente que iba a mi lado rodando la mañana, ahora que lo pienso,
seguramente no querrían haber ido conmigo: todos dormían, o reían y vociferaban,
o perdían el tiempo viéndose las creces del cabello. Ninguno veía la ventana
que veía yo, ninguno me preguntaba con la mirada si podíamos ir, después de
salir de clases, a conocer el reino de aquel pajar.
El
trayecto minimiza el tamaño de aquella casa, linda, húmeda y que me huele a
canela, a cacao, a hierbas frescas de este invierno/verano que no acaba de
decidir su rumbo. La lluvia desaparecía ya con cada rueda en el concreto de la carretera.
Las bardas ya descargaron todo su llanto, y me despintaban la choza de la
ventana, me desteñían el recuerdo. El reino verdoso, de cuatro paredes, vivía ya
detrás de mí, y acababa, tan solo, de tenerlo a la altura de mi sien, y de mis
manos que ahora escriben.
La
casita humilde de filo y monte ya no se escuchaba, perdí las risas de sus
niños, el discurso de su reina. Se esfumó el olor a té de siembra, a tierra
mojada, esa que enjaula la cosecha de mañana, y de después. La chocita quedaba
perpetuada en mi nuca, al revés de mi figura, dibujada en los cabellos húmedos de
mi quietud. Pienso, entonces, que la verán otros, dichosos aquellos; riqueza que
quisiera ver yo de nuevo, todos los días, siempre, sin pausa.
No
sé si la choza seguirá, o fue un producto de alucinación auto proclamada, o una
especie de epifanía que buscaba adentrarme en la posibilidad de una sonrisa, de
un respiro sin ahogarme, de una palabra sin quebrarme, de una mirada sin
perderme. No sé qué fue esa choza, pero me hizo feliz, me hizo escribir, me
hizo imaginar, creer de nuevo en el tiempo y su perfección, abrazar con amor el
espacio de mi asiento y la fortuna de tener la ventana a mi hombro derecho. La choza fue el color en lo
atenuado de mi recorrido, la música de mi mañana. Fue mío, mi magno feudo verde.
Nos leemos pronto, M's.